Un mal recuerdo de mi época de estudiante.

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Corría el mes de mayo de 1970, época terrible de otra dictadura militar que pocos tienen en cuenta, palidecida por el recuerdo histórico de la que se prolongó entre 1976 y 1983.

Pero fue la del Cordobazo de 1969 y la toma de la Facultad de Ciencias Exactas Físicas y Naturales de la UNC, que tuvo lugar en mayo de 1970, al grito de «¡Córdoba se mueve por otro veintinueve!»

Esa noche terrible me encontró asistiendo a un horario de consulta (porque ya por entonces era bastante ñoña) y cuando en asamblea estudiantil se resolvió la toma, quedé adentro, sin siquiera saberlo.

Cuando me dirigí a la salida, caí en la cuenta de lo que pasaba, y busqué refugio en una cátedra que no era ninguna de las que conocía, sino otra, de la carrera de Biología.

En realidad, yo no sabía qué hacer cuando Juan Carlos Pascheta (un compañero, hoy lamentablemente fallecido) me encontró dando vueltas por el edificio, y me llevó a la cátedra donde se habian ocultado su novia y algunos docentes, porque ya se vislumbraba que se aproximaba un ingreso muy violento de la Policía Federal y la gendarmería.

Allí, tirados en el piso intentando ocultarnos detrás de las mesadas, pasamos la noche más espantosa que recuerdo. Todavía hoy siento el mismo frío y el mismo miedo.

Pero fue la madrugada la que trajo consigo el verdadero terror, porque fue el momento en que irrumpieron las «fuerzas del orden», rompiendo a hachazos la puerta del edificio histórico. Los estudiantes que habían tomado la facultad se resistieron, arrojando pedazos de baldosas y muestras de colecciones valiosísimas, que allí se perdieron.

La resistencia fue casi simbólica, porque nada podía parar a personal armado y violento más allá de toda racionalidad. Allí comienza la peor parte de mis recuerdos.

Los cuatro o cinco alumnos y docentes que estábamos escondidos en la pequeña habitación cerrada con llave por dentro, apretados en un nudo de horror, escuchamos durante no menos de una hora gritos agónicos, golpes y disparos por toda la Facultad. Sólo después supimos que muchos desaparecieron en esa noche oscura.

En algún momento, sentimos un forcejeo en la puerta y temimos lo peor, pero aparentemente los que pretendían entrar encontraron otro objetivo, porque se escucharon gritos y corridas alejándose de la zona.

Entre los alumnos refugiados estaba la hija del bedel que también había quedado dentro del edificio, y que pudo negociar por eso nuestra salida con relativa seguridad. Él sabía dónde su hija y otros pocos se habían escondido, y cuando la peor furia había pasado, nos buscó, escoltado por los gendarmes.

Eso nos permitió salir como «personal de la casa», sin que nos metieran en los patrulleros, pero no impidió que algunos descargaran bastonazos y patadas sobre nuestras anatomías, mientras salíamos hacia la calle.

No sé cómo lo conseguí, pero en el tumulto recuerdo haber corrido por mi vida como nunca antes ni después. Es verdad que siempre he sido delgada, de modo que en buena medida, ésa fue mi ventaja, porque en parte corrí, y en parte fui llevada en vilo por una mano desconocida. Cuando finalmente, esquivando palazos, patadas y empujones, y todavía no sé cómo rompiendo el cordón policial, alcanzamos el Boulevard San Juan (hoy Illia), pasó un auto providencial que nos abrió su puerta y nos llevó a sitio seguro.

Recién entonces me enteré de que mi compañero de huida era un Ingeniero que dictaba clases de Física, y que en la salida había recibido muchísimos golpes, pero ni se dejó caer, ni dejó de correr, hasta abriéndome camino de paso.

Cuando meses después volvió a abrir sus puertas la facultad, supe que ese profesor había sufrido en la golpiza, lesiones graves que le dejaron secuelas de por vida, pero hoy todavía recuerdo con admiración el coraje de esa carrera en la que no sólo se salvó (hasta cierto punto) él, sino que manoteó a quien pudiera ayudar de paso, que providencialmente fui yo.  Y  que también providencialmente, corría tanto o más que él.

Todavía hoy pienso que pese al horror, los golpes y el peligro, fuimos de los afortunados que no terminaron torturados en el Cabildo, o desaparecidos para siempre. Y todavía hoy no me explico cómo sorteamos cien metros de gendarmes enardecidos, que golpeaban a cuantos se les cruzaban, aun cuando supieran que eran profesores, como era el caso de mi compañero de fuga, que lo proclamaba a gritos sin dejar de correr.

Muchas veces antes y después he estado en riesgo, pero esa noche de terror a veces vuelve en mis pesadillas.

Por suerte estoy aquí, y puedo contarlo, aunque debo decir que en el recuento de daños la suma no fue cero, ya que recibí varias patadas y bastonazos, aunque seguí corriendo.

Un abrazo y hasta el próximo lunes con algo más científico.

Las imágenes que ilustran el post son: un recorte de un texto publicado, que incluye el análisis del acontecimiento histórico del que tomé parte sin planearlo; y el encabezado para identificar dicha publicación.

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