Archivo de la categoría ‘Anécdotas Geológicas’

Otra tormenta de miedo en el campo

Ya conocen ustedes mi listado con el top ten de los momentos más peligrosos que pasé en el campo durante mi desempeño profesional.

Esto sucedió en La Pampilla de Los Gigantes, en la Sierra Grande de la Provincia de Córdoba, Argentina.

Estábamos en esa oportunidad, varios integrantes del equipo de investigación con el que trabajábamos en la determinación de paleosuelos, intentando aportar información relativa a la secuencia de los cambios climáticos acontecidos en la región durante los últimos miles de años.

Cada vez que se planifican las jornadas de campaña hay muchas cosas que considerar, como ya lo saben todos los investigadores: desde la disponibilidad de vehículo, hasta la agenda de cada uno de los integrantes del grupo que formará parte de la salida, pasando por la compra de las vituallas, peparación de reactivos y del equipo instrumental a llevar.

En otras palabras, salvo un auténtico tornado, tormenta muy intensa, o alguna otra catástrofe natural, independientemente de las condiciones meteorológicas, la excursión no se suspende.

Y así se dieron las condiciones esa mañana. Al salir de Córdoba, ya se había advertido sobre la posibilidad de tormentas, pero como aún no llovía, decidimos jugarnos y trabajar hasta el momento mismo en que se produjeran las lluvias, y suspender solamente si eran tan intensas como para impedirnos continuar.

Llegamos pues, mediada la mañana y trabajamos unas tres o cuatro horas, bajo un cielo cada vez más amenazante. Cuando hicimos el corte para comer algo, estábamos en la parte más alta, expuesta y carente de vegetación de toda el área que relevábamos, y por lo menos a tres o cuatro km del sitio en que habíamos dejado el vehículo. Llevábamos por supuesto nuestras palas, mazas barrenos y demás elementos principalmente metálicos, cuando, sin que cayera una gota, se desató una tormenta eléctrica tan violenta como nunca antes ni después me tocó vivir. Ni siquiera aquélla que ya les conté en Falda del Cañete se le aproximaba.

Debo confesar que los cuatro que estábamos allí, nos miramos con bastante alarma por no decir aterrorizados, porque estábamos conscientes de ser los puntos más elevados de una planicie sin refugio alguno, y encima con instrumental que podía servir de pararrayos tranquilamente. No hizo falta deliberar ni un momento, sólo dijimos, «vamos al auto».

Envolvimos como pudimos las herramientas con puntas metálicas para que no fueran tan atractivas para los rayos y, sin correr, pero muertos de angustia, caminamos, tan distanciados como podíamos uno de otro para no presentar un único llamador para los rayos, y medio agazapados para sobresalir del relieve lo menos posible.

Les puedo asegurar que veíamos impactar los rayos muy cerca, y que el estruendo era ensordecedor. Cuando llevábamos avanzados unos 500 metros, se desató la lluvia, y las descargas eléctricas se espaciaron un poco. Finalmente llegamos vivos, pero muertos de frío y de miedo al auto, donde permanecimos en la jaula de Faraday hasta que cesó la tormenta y volvimos a Córdoba. Fue un momento que todavía me eriza la piel con sólo recordarlo.

Gajes del oficio…

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

Otro momento inolvidable

Ya conocen ustedes el listado de los diez momentos que atesoro en la memoria, porque fueron del más puro placer, irrumpiendo en el trabajo de campo. Hoy les narraré uno de ellos.

Esto tuvo lugar durante el Congreso Dark Nature, en el que me tocó ser una de las organizadores de la gira de campo, además de oficiar de traductora para ingleses y alemanes, y expositora de un paper. Les cuento todo esto para que entiendan cómo, en medio de tanto trabajo, se vuelve apreciable cada espacio de descanso y placer.

Como parte de la gira, y luego de visitar la cárcava de Corralito, estaba programada la visita a un campo cuyo dueño había aplicado muy bien las medidas de explotación sostenible, y que mostrábamos como modelo a seguir. La idea era aprovechar esa parada para, luego de observar todos los procedimientos aplicados, comer los sandwiches que llevábamos, provistos por el propio Congreso, a la sombra de uno de los galpones de la estancia.

Todo se desarrolló según lo planificado, hasta que volvimos hacia el colectivo para bajar las conservadoras con los emparedados y las bebidas, momento en que el dueño del campo nos dijo, «No bajen nada, yo invito».

Y fue entrar al galpón y encontrar una gran mesa muy bien servida, con manteles blancos y cubiertos de la mejor calidad. Tan pronto como nos acomodamos, hicieron su entrada dos empleados del productor, cargando una enorme bandeja con un costillar recién hecho y bien dorado, que causó las exclamaciones de asombro de los asistentes al congreso, en su mayoría extranjeros, y para nada acostumbrados a consumir carne de esa calidad y en esa cantidad.

Les puedo asegurar que casi todos los asistentes se puseiron de pie para sacar fotos al asado, y si no me equivoco, sacaron muchas más fotos allí que en toda la gira de campo.

Fueron tantos los elogios y por tanto tiempo, que se convirtió en un recuerdo legendario para muchos de los colegas de Europa, con los que luego compartimos proyectos y que siempre mandaban saludos a Fabián, el dueño de la estancia.

La foto, no es de ese asado, sino de otro de los tantos que los argentinos acostumbramos (¿o acostumbrábamos?) comer,  y que tanto asombro y deleite provocan en los extranjeros.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

Un alumno entre tantos

Este post forma parte de la serie de las diez anécdotas risueñas que recuerdo del campo.

En esa ocasión, estábamos acompañando al campo, un colega y yo, a un alumno bastante poco aplicado, que estaba realizando su Trabajo Final en la carrera de Geología.

Como nuestra tarea era de guía y supervisión, se suponía que las descripciones de perfiles debían ser llevadas a cabo por el alumno mismo, pero obviamente, no tenía la menor idea de nada. Todavía no sé cómo había llegado a esa instancia, y no me pregunten qué pasó con su Trabajo Final, porque hay cosas que es mejor olvidar.

Pero lo cierto es que, una vez que abrió la calicata, se quedó mirando el perfil como si nunca hubiera visto uno en su vida.

Para estimularlo, mi compañero le preguntó:

-«¿Dónde marcaría el límite entre cada uno de los horizontes que ve?»

Después de un larguísimo silencio, en que casi oíamos rechinar los engranajes de su cerebro, el muchacho retrucó con la siguiente expresión:

-«¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?»

Pero lo peor, es que a partir de ese momento, para cada pregunta, que supuestamente debía orientarlo en su trabajo, la respuesta fue siempre esa misma: «¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?»

Desde ese día en adelante, mi colega y yo comenzamos a usar esa misma pregunta cada vez que en nuestras investigaciones tropezábamos con preguntas más que cotidianas, o con pequeñas decisiones a tomar.

Y así se convitió en un clásico que ante preguntas como:  «¿este horizonte será transicional?, ¿cuál de estas muestras será más representativa para hacer datar?, ¿lo clasificamos como enterrado o paleosuelo?, y así al infinito; primero decíamos :»¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?», lo que generaba un intervalo de risas antes de ponernos de verdad a discutir una respuesta.

Un recreo en la rutina diaria, que debimos por años a un alumno que no tenía la menor idea de nada.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post cientíico. Graciela.

Una noche para recordar

Ya hace tiempo que vengo presentando las anécdotas de mi trabajo de campo que por la razón que fuera han quedado guardadas en el recuerdo. Hoy sigo, pues con una que figura en el top ten de los grandes momentos, del más puro placer.

Esto ocurrió en el Cerro Colorado, donde un par de geólogos y dos biólogos estábamos trabajando juntos en un relevamiento de suelos y flora locales.

Uno de esos días, el trabajo se hizo particularmente largo, y nos encontró la noche en alguno de los cerros que estábamos «calicateando». Lo cierto es que bajamos a tropezones en medio de una oscuridad sólo interrumpida por la aparición esporádica de la luna, entre las nubes que la ocultaban casi todo el tiempo. Como nunca fue nuestra intención bajar tan tarde, no llevábamos pilas de repuesto para las linternas, y veníamos además cargados de bolsas llenas de muestras, palas, barrenos, caja de reactivos, libretas, etc.

El descenso, sin manos libres, casi sin ver dónde pisábamos, y ya agotados después de un día de calor agobiante, principalmente por la humedad que reinaba, era toda una odisea.

Y entonces, de repente, llegamos al pie de la montaña, donde discurría el Arroyo Los Tártagos, por entre afloramientos graníticos, bastante extensos y relativamente planos, que eran toda una invitación.

Ninguno de los cuatro pronunció una sola palabra, pero como si lo hubiéramos concertado previamente, todos dejamos la carga sobre la roca, y nos extendimos boca arriba, cuan largos éramos, con brazos y piernas estirados, en el más necesario, puro y disfrutado descanso.

Y así sin hablar, con el único sonido del agua corriendo un par de metros más abajo, permanecimos alrededor de veinte minutos, llenos de paz, reparando las fuerzas, porque todavía quedaba un largo camino al campamento.

Todavía hoy, más de veinte años después, recuerdo esa quietud, esa sensación casi beatífica, y ese silencio de voces, pero tan poblado de los sonidos sedantes de la naturaleza.

Y también de un modo casi mágico, y sin hablarlo previamente, todos juntos nos levantamos, recogimos la carga y volvimos muy callados hasta el rancho que era nuestro alojamiento, como temerosos de arruinar el momento.

Sólo más tarde, mientras preparábamos la cena entre todos, hicimos referencia a esa sensación que habíamos compartido y a todos nos había renovado tanto.

Un momento tan especial como inolvidable.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

Otra vez el campo y sus riesgos

Tal como les prometí ya hace mucho, les cuento hoy una de las situaciones más peligrosas que vivimos en el campo.

En esa oportunidad, se trataba de un práctico de campo con mis alumnos de Pedología de la Facultad, en las proximidades de Falda del Cañete. Era un día ya casi a fin de año y de muchísimo calor. Había transcurrido ya la mañana, y debíamos realizar todavía algunas calicatas, cuando se desató una tormenta infernal, con muchísimas descargas eléctricas.

No recuerdo bien cuántos éramos pero no menos de 20 personas empapadas, en el medio del campo, y con rayos cayendo sin cesar todo alrededor nuestro.

Estando bastante lejos de cualquier refugio razonable, hicimos lo único posible, todos en cuclillas, a distancia de alambrados y de árboles, despojados de las palas barrenos y todos los instrumentos metálicos, que abandonamos a cierta distancia para no atraer las descargas, y de verdad aturdidos por los truenos y aterrados por los rayos.

Objetivamente la parte más eléctrica de la tormenta no duró más de quince minutos, aunque pareció una eternidad, sobre todo para mí, que estaba a cargo de todo el grupo.

Después supimos que habían sido fulminadas por la corriente, varias vacas que se aproximaron a los alambrados, en un campo vecino.

Cuando sentimos que los rayos se producían cada vez más lejos, nos fuimos incorporando, entumecidos y todavía asustados, recogimos el material y nos encaminamos a una construcción donde se guardaban enseres de trabajo, distante unos 600 m de la zona en que empezó la odisea. Cuando llegamos, ya muertos de frío porque estabamos hechos sopa, y la temperatura había bajado considerablemente, alcanzamos apenas a descargar nuestras herramientas, y sentarnos en el piso, cuando se descargó una granizada descomunal. Y así debimos esperar un par de horas, empapados y ateridos de frío, pero al menos a salvo, hasta que el colectivo de la Facultad, que había partido hacia el pueblo cuando comenzamos la práctica, pasó a buscarnos a la hora convenida.

Cosas que pasan en la vida de un geólogo.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

La imagen que ilustra el post es de este sitio.

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